Camino de Mhamid (Marruecos): "¿Cuál es tu problema?" ©

     Nunca imaginamos que en Marruecos pudiera llover hasta tal punto que los ríos se desbordasen. Así que esperamos en Chauen a que amainaran las lluvias torrenciales de los últimos días. Por fin el clima nos brindó un día despejado y pleno de sol, aunque bien frío, como corresponde al mes de noviembre.
      Convenimos reemprender, sin demora, nuestro camino para llegar a Mhamid, mil doscientos kilómetros al sur. Elegimos la ruta más larga, pero también la más hermosa: bajar a Fez, dirigirnos al desierto por Erfoud, bordear el Atlas hasta Ouarzazate y, desde allí, conducir hasta Mhamid por una sinuosa carretera con sus correspondientes precipicios, pueblos de adobe mimetizados con el paisaje, kasbas y los espléndidos oasis del Valle del Draä. Todo un lujo para disfrutar. Seis días más tarde se celebraba el gran mercado del desierto y no queríamos perder esta oportunidad por nada del mundo.

      Ya en Fez, dedicamos la mañana a recorrer la Medina,  que conocíamos de anteriores viajes. Cuando llegamos a Midelt comenzaba a oscurecer. Es un pueblo sin especiales atractivos turísticos, característica que nos permitía disfrutar del ambiente  de una manera relajada, sin la presión de los “guías” ni el agobio de los grupos de turistas que habíamos padecido en Fez.      En el
restaurante en el que cenamos, entablamos conversación con un joven llamado Rachid, que hablaba perfectamente nuestro idioma. Nos relató las bellezas de las cercanas montañas, sus profundos desfiladeros y los paisajes inigualables que se divisaban desde lo alto. Tan viva fue su descripción que decidimos conocer el lugar, a pesar de no  figurar en nuestros planes.
      A la mañana siguiente nos levantamos tarde, paseamos por el pueblo, compramos algunas frutas en el mercado y, tras visitar una pequeña y deteriorada Kasba de los alrededores, nos dirigimos a las montañas que Rachid nos había indicado.
      Eran un erial de rocas. Gracias a esta circunstancia los caminos estaban practicables a pesar de las lluvias.  Buscamos, pero no encontramos, los desfiladeros que el joven nos había prometido y las bellezas que nos hizo soñar. Nunca averiguamos si realmente existían o si no habíamos logrado dar con aquellos lugares.
El motor del coche en el suelo
      La tarde transcurrió apaciblemente hasta que decidimos volver a Midelt. Conducíamos lentamente por un camino de roderas que no presentaba dificultades, cuando oímos un estruendo increíble bajo el coche. -¡Frena, frena!. -Grité asustado, a la vez que el coche se paraba bruscamente.  -¡Qué pasa!, ¡No hay piedras en el camino!..., -comentó mi hermano, buscando una explicación a aquel suceso. Inmediatamente salí del coche  y abrí el capó. Al mirar me invadió una gran desesperación. Me lleve las manos a la cabeza y estuve a punto de llorar. “¡Dios mío! ¡Qué desastre!”. No lo podía creer. “Es imposible, es imposible” me repetía una y otra vez.  Nunca había visto ni nadie me había contado algo parecido.      
      El motor del coche se había desprendido y arrastraba por el suelo. Nos quedamos en silencio un buen rato. Atardecía. Con la vista buscamos en la lejanía algún pequeño indicio que nos advirtiera de la presencia de un pueblo... pero no se veía nada.   
Averia en medio de la nada
      No sabíamos qué hacer. Estábamos solos y no era cuestión de separarnos para buscar ayuda, añadiéndole al accidente el peligro de perdernos  en la  montaña. Tampoco era una buena opción quedarnos en aquella solitaria ladera. El aire soplaba cada vez con más fuerza y la temperatura bajaba sin cesar.
      En estas cavilaciones estábamos, cuando acertó a pasar por allí un jeep. No hizo falta darle muchas explicaciones al hombre que lo conducía para que comprendiera nuestra situación.
      -Tienen Vds. suerte, por aquí no suele venir  nadie.
      Decidimos que yo me quedaría con el coche y que mi hermano acompañaría al lugareño hasta el pueblo más cercano para buscar alguna grúa.
      Hora y media más tarde, cuando ya anochecía y el viento y el frío eran más intensos, apareció mi hermano con ayuda. Amarramos el motor del coche de cualquier manera y pudimos volver a  Midelt arrastrados por un viejo y renqueante  mercedes.
      La entrada en el pueblo fue todo un acontecimiento, pues ya se sabía que dos extranjeros habían sufrido un accidente en la montaña.
      Nos condujeron hasta una especie de taller en el que examinaron por el derecho y el revés el motor de nuestro coche. La verdad, aquel lugar no daba mucha confianza. En un completo desorden se mezclaban piezas de repuesto de todo tipo, coches desguazados, ruedas desgastadas  y aceite por doquier.
      Cuando les preguntamos cuáles eran las posibilidades de arreglo nos respondieron con una obviedad: “El motor se ha desprendido de los anclajes”, y una desesperanza: “No es posible un arreglo inmediato”. Si pedían las piezas a Fez, tal vez, quizás en cinco o seis días estaría listo.
      Eran demasiados días y confiábamos muy poco en aquellas gentes, así que decidimos ir al hotel y llamar a nuestro seguro de asistencia en viajes para que nos aconsejase qué debíamos hacer.
      Mientras mi hermano realizaba las gestiones telefónicas oportunas,  yo me quedé con un grupo de jóvenes curiosos que nos habían rodeado intentando saber qué había pasado. Entre ellos se encontraban  Rachid y dos de sus amigos, que también hablaban español.
      Les conté, abatido, a los nuevos amigos, la desgracia que nos había caído encima. El coche estaba destrozado, sin posibilidad de arreglo y cuando lo hiciéramos, como era de prever, nos costaría un dineral.  Todos nuestros planes de vacaciones habían acabado en el cubo de la basura. Mhamid y su mercado desaparecían de nuestro horizonte.
      Escuchaban atentamente mis explicaciones. “No se puede pedir más” añadí irónicamente.
      Cuando terminé mi lastimera perorata, uno de los amigos de Rachid  me preguntó pausadamente:
      -Entonces, ¿cuál es el problema?.
      Di por supuesto que no me habían entendido, pues dada mi excitación y mi enfado hablaba demasiado rápido para ellos. Así que reiteré lentamente, esta vez con mi mejor pronunciación y gesticulando convenientemente, el cúmulo de desgracias sufridas en aquella aciaga tarde.
      Una vez hube terminado la que suponía era una clara, convincente, precisa y definitiva explicación de los hechos, Rachid preguntó:
      -Entonces, ¿cuál es el problema?.
      Me desconcertó. Rachid hablaba y entendía perfectamente el español. Estaba seguro que había explicado con total claridad el accidente sufrido y el motivo de mi desesperación. Me disponía a relatar los hechos, una vez más, pero él se adelantó a mis palabras.
      -¿Tienes algo roto?.
      -No. -Respondí sin saber a qué venía aquella pregunta.    
      -Tu hermano, ¿tiene algo roto?
      -No. Nada.
      -Las vacaciones vuelven, el coche se arregla, el dinero se recupera. La vida, si se pierde, no se recupera. Estás vivo ¿no?... ¡Estas vivo! -repitió, mirándome fijamente.
      -Claro, claro. -respondí confundido.
      -Entonces, ¿¡cuál es tu problema!?.
      Los demás jóvenes sonreían y asentían con la cabeza. Los miré y entonces comprendí. Sus palabras me llegaban como mazazos. Me sentía ridículo por considerar problemas  aquellas nimiedades y contárselo, como si de una desgracia se tratara, a unas gentes que carecían de lo más imprescindible. Mi actitud de turista desesperado les resultaba incomprensible.  
      Rachid, apoyo su brazo sobre mi hombre y en tono jocoso repetía: “No hay problema, amigo. No hay problema”. Mientras, el resto de la gente me estrechaba la mano, alegrándose de que estuviera bien.
      Cuando mi hermano volvió no entendía absolutamente nada. Me había dejado malhumorado, abatido y dispuesto a dar por cerrado nuestro viaje. Ahora me encontraba animoso, sin dar importancia a la avería del coche y dispuesto a llegar a Mhamid como fuera. Porque realmente no había ningún problema.
      Aquella misma noche una destartalada grúa nos remolcó hasta Fez por una carretera secundaría. Seis horas de viaje para recorrer 176 Kms. Pasamos un frío espantoso en la agujereada cabina de aquel camión-grua.
      En Fez, el seguro se hizo cargo del coche -garantizándonos que lo enviarían a Cádiz- y nos proporcionaron un citroen 4L. Sin dormir emprendimos, de nuevo,  nuestro viaje a Mhamid.
      Durante quince días inolvidables disfrutamos de las gentes y los parajes marroquíes.
      Nunca he olvidado a los amigos de Midelt. 

1 comentario:

jose manuel. dijo...

me acuerdo de aquel viaje y de lo que nos dijeron, que estábamos vivos y por ello no había otro problema. Me acuerdo de los calcetines usados como guantes.me acuerdo de las horas perdidas en Fez. me acuerdo a pesar de los años que han pasado. jose manuel.